¡Vámonos con Pancho Villa!

Carlos Monsiváis y Gustavo García coinciden en considerar esta película como la mejor del cine mexicano, coincidencia con más peso que la película misma en cuanto a referencia de autoridad. Yo discrepo respetuosamente y más adelante diré por qué, pero comienzo con eso para dar una idea de la importancia del tema.

Rodada en 1935 y estrenada en diciembre de 1936, ¡Vámonos con Pancho Villa! es la tercera entrega de una trilogía dirigida por Fernando de Fuentes sobre la Revolución Mexicana y cuyas primeras partes son: El prisionero trece (1933) y El compadre Mendoza (1934).

¡Vámonos con Pancho Villa! es una crítica dura y cruda tanto a la Revolución Mexicana en general como al caudillismo en particular, una crítica en forma de retrato realista, también a la naturaleza del mexicano como producto del atraso en todos los aspectos del desarrollo humano a principios del siglo XX (naturaleza que, por lo demás y dicho sea entre paréntesis, no ha cambiado mucho en las zonas más atrasadas del país, no sólo zonas geográficas, sino también del pensamiento).

Nadie puede negar su importancia en ese sentido, pero la película está lejos de ser perfecta y sus defectos no son menos importantes. Los años del rodaje y del estreno son anteriores a la Época de Oro del cine mexicano, hay que tener en cuenta. De ahí que las actuaciones en general sean desmesuradas, pues se trata del cine hablado en sus orígenes, el más primario, cuando legaba el lastre del entonces reciente cine mudo, que solía compensar el silencio interpretativo con exageraciones histriónicas, y aquí la exageración es un recurso de la debilidad.

Los momentos de humor o pretendida comicidad me parecen burdos y torpes, como para separar a los brutos de la brutalidad, lo cual no sucede con la secuencia de los trece soldados que, alrededor de una mesa en la cantina, deciden que muera de un balazo aleatorio uno de ellos para reducir la mala suerte. Esa noción brutal del sacrificio explica los dos finales.

Domingo Soler en el papel de Francisco Villa me parece mediocre, por no decir desafortunado, pues la personalidad del actor era más bien propicia para personajes beatos, moralistas y puritanos, o sea, exactamente lo contrario, de modo que su personificación en este caso resultó poco o nada representativa de la virilidad característica del caudillo. El Villa de Soler es un personaje áspero, no viril. Y el actor más adelante será encasillado en el otro tipo de papeles, dado su registro no muy  amplio que digamos. Desde luego, no hay nada peor en el mundo que un Villa con el acento chiapaneco del antizapatista Eraclio Zepeda, que obviamente no es lo que sufrimos aquí.

Por fortuna, Pancho Villa tampoco es el protagonista en esta cinta, que narra en todo caso la incorporación de Los Leones de San Pablo, un grupo ficticio de amigos entusiastas y valientes (digamos “entrones”) a las filas villistas y después a la élite y guardia personal del Centauro del Norte, conocida como Los Dorados de Villa. La cinta narra también el desencanto del grupo con la Revolución.

Spoiler Alert!

El final más conocido es de una belleza desoladora: De Los Leones de San Pablo quedan dos sobrevivientes y uno de ellos, el más joven, está enfermo de viruela, epidemia que ataca en vísperas de la toma de Zacatecas al ejército revolucionario. Tiburcio Maya (interpretado por Antonio R. Frausto) es el de mayor edad y recibe la orden de quemar a su compañero y todas sus pertenencias, que descansan en un vagón de tren. Tiburcio protesta, pero acaba por acatar la orden; asesina de un balazo al joven y lo quema; se presenta Villa y le dice que la guerra terminó para él, que regrese a su pueblo. Un Villa temeroso de ser contagiado grita, dando un paso atrás, y el último de Los Leones de San Pablo se aleja desmoralizado, caminando en la oscuridad de la noche junto a las vías del tren. Es un final trágico y triste, pero bello y redondo.

* * *

El retraso de un año en el estreno de esta cinta permitió que De Fuentes dirigiera y estrenara antes Allá en el rancho grande, que eclipsó a la llamada Trilogía de la Revolución y sentó las bases del éxito de la comedia ranchera, un género preferido por el público mexicano.

Luego de su estreno, ¡Vámonos con Pancho Villa! duró una semana en cartelera y fue enlatada sin trámite de continuidad hasta principios de los años sesenta, cuando volvió a proyectarse, ahora en cineclubes, pero luego pasó al olvido una vez más.

En 1982, o sea, dos décadas después, la televisión universitaria presentó un final sumamente deteriorado que, durante casi medio siglo, había dormido también dentro de una lata. En ese final vemos a Tiburcio Maya más viejo en casa con su esposa y dos hijos, niño y niña. Un día pasa el general Villa con sus mermadas huestes por el pueblo ficticio de San Pablo y le pide a Tiburcio reincorporarse a la tropa, pero el antiguo león dorado le responde que ahora tiene familia y debe quedarse a cuidarla. Villa entonces asesina a la esposa y a la hija, y le dice a Tiburcio que ya no tiene razón para quedarse y puede irse con él. Tiburcio monta en cólera, arrebata un fusil, encañona a Villa y es asesinado por la espalda. Villa reprende al lugarteniente que disparó y acuerda con el huérfano de Tiburcio que se vaya con él para ser soldado de la División del Norte.

Aunque fiel a la novela homónima de Rafael F. Muñoz, publicada en 1931 y en la que Villa tiene más protagonismo que en la película, este final deja un pésimo sabor de boca por razones obvias y por la “actuación” y el comportamiento inverosímil del niño que, de hecho, es un antiactor.

El guion escrito por el director en colaboración con el poeta Xavier Villaurrutia plantea una violencia tan descarnada como compleja, y la puesta en escena del final original resultó más que chocante. Se dice que, habiendo impulsado la modernización de la industria cinematográfica de México, además de financiar generosamente la película y apoyarla inclusive con participación militar, el gobierno cardenista supervisó la realización y optó por censurar el final que hacía del protagonista un mártir y del caudillo un villano, atribuyéndole una degradación traducida en actos de barbarie y arbitrariedad, con tratos inhumanos a sus propias huestes.

Carlos Monsiváis coincide con Gustavo García, pero no con Emilio García Riera en preferir el final más conocido, por no decir oficial, al final “alterno”, tanto el contenido como la forma, o sea, ética y estética. Monsiváis considera que el final conocido “es de una gran belleza cinematográfica”, pero prefiere el original “porque así fue concebida la película”. Yo que soy quien escribe me quedo con ambos finales.


¡Vámonos con Pancho Villa! (película completa)


¡Vámonos con Pancho Villa! (final alterno)


El Compadre Mendoza (película completa)


El Prisionero 13 (película completa)


Rebelión en el manicomio

Stonehearst Asylum (EUA, 2014), de Brad Anderson, titulada en champurrado Asylum: El experimento, es una versión libérrima del cuento El sistema del Dr. Tarr y el profesor Fether, de Edgar Allan Poe, según el guión de Joe Gangemi, así como una producción gringa con actores ingleses.

* * *

En el cuento de Poe, el protagonista narra su visita a un manicomio privado en París, visita que prácticamente se reduce a una comida-cena de 25 a 30 comensales, algunos de los cuales describen la demencia de pacientes que creían ser cosas o animales, según el caso. Conforme avanza el relato, es cada vez más obvio que los comensales se refieren a su propia locura como si fuera la de otras personas en el pasado.

El director del asilo dice al visitante que su «método de la dulzura» dejaba en libertad a los enfermos, hasta que éstos sorprendieron a los custodios, encerrándolos en las celdas del castillo. Desde entonces, el mismo director aplica otro sistema. Lo que nunca dice es que también él enloqueció y acabó como un paciente más en su propio manicomio, donde incitó la sublevación de los locos y recuperó el gobierno del asilo.

La visita del narrador termina cuando, en plena «asamblea» de sobremesa, los custodios logran liberarse y someten a los internos con inopinada violencia.

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Todo es ingenio y humor sardónico en el relato de Poe. La película, en cambio, quiere ser horror, pero también romance, y si bien el guion aumenta la complejidad de la trama con múltiples agregados, al final queda muy poco de la intención primigenia.

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En vísperas del año 1900, un siquiatra recién egresado de Óxford (Jim Sturgess) llega al manicomio de Stonehearst, en medio del bosque gélido, para obtener experiencia clínica, y encuentra que los internos y el personal del asilo conviven como iguales y que el director (Ben Kingsley) considera “medievales” ciertos métodos siquiátricos.

El joven protagonista es arrobado por una mujer hipersensible y tímida que ni siquiera tolera los tocamientos (Kate Beckinsale); una noche, llamado por el sonido proveniente de las calderas, descubre que el personal original del asilo está preso en las celdas del sótano, y su lugar es ocupado por algunos de los enfermos; al investigar la historia clínica de éstos, el recién llegado se entera de la tiranía ejercida por el legítimo director (Michael Caine) antes de ser derrocado. El director espurio también es médico, pero está allí por haber asesinado a cinco lisiados de guerra para que dejaran de sufrir.

El protagonista comprueba que la situación mejoró bajo el régimen de los locos encabezados por un asesino, que abolió los métodos criminales de la siquiatría (sobre todo en esa época) y retiró inclusive los medicamentos, sustituyéndolos por terapias ocupacionales que sirven además para simular una relación laboral…

* * *

Aunque Brad Anderson nos había seducido una década antes con El maquinista (España, 2004), ese oscuro thriller de horror sicológico que ahora podemos considerar como cinta de culto, aquí desperdicia una trama fascinante y mucho más ambiciosa, dándole un tono de historia romántica en un ambiente viciado, y permitiéndose torpezas imperdonables. Con una magnífica fotografía, sobre todo en exteriores, las actuaciones jóvenes son débiles y mediocres.

En el peor momento de la cinta, su protagonista finge ser el hijo muerto de una anciana ciega para convencerla de comer y, ya que lo consigue, habla con la mujer que lo arroba como si nadie más los oyera; sigue dando cucharadas en la boca de la anciana que, al parecer, desconectó los oídos y el cerebro, limitándose a comer; todo cuanto se dicen ellos alteraría la mente de la ciega que, a partir de ese momento (pretendidamente conmovedor), es también sorda. Muy estúpido todo, incluido el fondo musical de melodrama y el diálogo sensiblero. En otro momento, la mujer hipersensible y tímida quiere bailar con su pretendiente, abrazándose ambos…

Esas licencias chapuceras y el pequeño retrato de un tamborilero manco sin explicación alguna parecen ejercicios de principiante.

Un epílogo largo que podría titularse «Y triunfó el amor» intenta ser un giro sorprendente sobre la verdadera identidad del protagonista, pero la narración por un personaje secundario y la debilidad exasperante de su tono diluyen el impacto.

Lo único que provoca una sonrisa de simpatía es el personaje adolescente que simula ser enfermera con un comportamiento bipolar: ninfómana desesperada que, en el otro extremo de su demencia, se quedó niña; aunque también a su relación de “casi hermanas” con la protagonista le falta desarrollo.

Beckinsale es preferible como Selene, la vampira guerrera de la saga Inframundo, y Jim Sturgess, además de aparentar menos edad de la que tiene, es cinco años más joven, lo cual no pasa desapercibido.

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Por lo demás, hay grandes coincidencias entre Stonehearst Asylum y Shutter Island o La isla siniestra (EUA, 2010), de Martin Scorsese, basada en la novela homónima de Dennis Lehane. La premisa de un manicomio en el que se invierten los papeles (uno o más de los internos asumen autoridad médica o judicial, según el caso), en una atmósfera transitiva del suspenso al horror, con tintes de thriller sicológico y policiaco, es la principal coincidencia… así sea muy sutil, por razones obvias, en el segundo caso.

Ambas películas denuncian sin ambages el talante históricamente criminal de la siquiatría, desde sus métodos más brutales hasta sus verdaderos fines, sobre todo Shutter Island, tanto en sus diálogos como en el personaje que encarna Max von Sydow: los médicos nazis que realizaban experimentos con prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial siguieron haciéndolo después con enfermos mentales también presos, aberración que recrea, dos años más tarde, la miniserie de televisión American Horror Story en su temporada Asylum, con un personaje similar al médico nazi de Shutter Island.

Lo que Stonehearst Asylum cambia del cuento de Peo sucede en American Horror Story: la directora del manicomio (Jessica Lange soberbia y magistral) termina como paciente allí mismo, aunque sin haber enloquecido.

Ben Kingsley interpreta en ambas películas al director del manicomio, así sea un usurpador en Stonehearst Asylum; en la primera lo hace tan convincentemente y con tanta elegancia que por eso fue contratado para la segunda, cabe suponer, pero al variar el papel no repite su éxito, porque además Anderson está muy lejos todavía de ser Scorsese.

En ambas películas hay una exploración del protagonista por las sórdidas mazmorras del complejo arquitectónico y un encuentro con las celdas clandestinas y sus ocupantes; en ambas hay también un giro final sobre la verdadera identidad del protagonista…

La mayor diferencia es que, aun cuando Stonehearst Asylum tiene un guion más interesante, misterioso y oscuro, la dirección del veterano neoyorquino y el trabajo de su equipo hacen muy superior a Shutter Island, porque además Leonardo DiCaprio es incomparablemente mejor que Sturgess y Beckinsale; también Mark Ruffalo (al menos en este caso), Michelle Williams en un papel secundario y desde luego el sueco Max von Sydow.

Tampoco es la primera vez que Michael Caine asume el papel de siquiatra tiránico; lo había hecho en Quills (EUA, RU, Alemania, 2000), de Philip Kaufman, esa inquietante y perturbadora versión sobre los últimos días del marqués de Sade en un manicomio. Y 20 años antes vimos al hoy vetusto actor inglés en un hospital siquiátrico como interno, asesino de mujeres, estrangulando a su enfermera para desnudarla, disfrazarse con su ropa y escapar, en Vestida para matar (EUA, 1980), de Brian De Palma, el más descarado homenaje del director a su referente paradigmático, un tal Alfred Hitchcock.

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Respecto a Stonehearst Asylum, por último, no hay nada más recomendable, como suele suceder, que abrevar de la fuente literaria.



Véase también Pesadilla siquiátrica

Última salida: Brooklyn

Algunas novelas son perfectas para llegar a la pantalla grande, como El Padrino, Lo que el viento se llevó y Adiós a Las Vegas. En esa categoría se encuentra Última salida a Brooklyn, de Hubert Selby Jr. En su momento, el libro fue objeto de gran controversia, que lo favoreció, una vez sorteada la censura, pero la película sigue siendo infravalorada 30 años después de su estreno en 1989, sobre todo en comparación con las antes mencionadas, a pesar de que su principal mérito es el guión…

Brooklyn, 1952. Una huelga metalúrgica es la convergencia de varias historias. En un contexto social más amplio, la violencia de la lucha de clases es también ocasión para la discriminación racial: aunque no aparece un sólo negro, los soldados que salen de su cuartel en la noche llaman yanquis y «amigos de los negros» a los vagos y pendencieros que gobiernan las calles.

El «encargado de la huelga» es un vividor de neuronas muy escasas que se permite lujos absurdos con cargo a la caja chica del sindicato; este personaje descubre su propia homosexualidad en la madurez y acaba enamorado de un chichifo egoísta.

En el grupúsculo de homosexuales pretendidamente femeninos (transexuales, algunos también travestis) hay uno que arrastra la cobija por el líder de la pandilla juvenil de vagos que a su vez asaltan a los frustrados clientes, en su mayoría marineros ebrios, de una prostituta deseable que se presta como carnada.

En una familia pintoresca, la hija es tan obesa que llegó a los nueve meses de embarazo sin que lo advirtiera su padre, un obrero burdo como el yerno, mientras que, enamorado de la prostituta, un adolescente aspira a tener una moto para pasear con ella a bordo.

Tralala es el nombre lúdico-musical del personaje más memorable, tanto de la fuente literaria como de la versión cinematográfica y, para mi gusto, una de las mejores prostitutas de la literatura y, sobre todo, el cine. Jennifer Jason Leigh, actriz alternativa que suele optar por el cine independiente y tomar muy en serio sus papeles, probablemente nunca imaginó que Tralala sería más personaje suyo que del autor y, además de un símbolo sexual a los 25 años de edad, icono de la marginalidad urbana en general y de las prostitutas en particular.

Última salida… es un descarnado y crudo retrato de Brooklyn, la violencia de los suburbios y la decadencia de los Estados Unidos en los años 50, pero el perfil de la protagonista femenina trasciende al relato: mujer fatal, más que apetecible a pesar de su blancura, con «las mejores tetas del Oeste», un ser mezquino y deliciosamente amoral, intenso y sórdido como el barrio y su descripción épica. Tralala con una borrachera de antología es Jason Leigh en el papel más emblemático de su carrera y, sin temor a exagerar, la culminación de una actuación genial.

La actriz, por cierto, interpretó, 15 años después, a otra prostituta, una muy distinta, casi el polo opuesto, en el thriller de horror psicológico El maquinista (España, 2004), de Brad Anderson, con Christian Bale, una cinta de culto en estricto sentido.

Con una duración ideal de cien minutos, la principal característica de Última salida es su intensidad y, en esa medida, sus mejores secuencias son también las más tensas: el primero de sus clímax divide el metraje en dos mitades exactas con un enfrentamiento callejero y nocturno entre los huelguistas, la policía y los esquiroles. Cuando la música logra el nivel de tensión adecuado para saber que unos chorros de agua a presión, en vez de reprimir a los obreros, exaltarán su ira, yo siempre pienso: ¡Qué gran película! El final de la secuencia, sin embargo, resulta un poco débil, según el estado de ánimo.

Los homosexuales en rol femenino (transexuales, a veces travestis) son representados con un estereotipo casi caricaturesco, lo cual no es necesariamente un defecto, pues, para empezar, hay gente así; además, se trata de personajes burdos y marginales en general, entre ridículos y grotescos en este caso…

Aunque la convergencia de historias termina con el triunfo de la huelga y el regreso de los obreros a la fábrica, antes del final feliz caen en desgracia los protagonistas: alegoría del calvario y la crucifixión de Cristo, la caída del vividor motiva una profunda reflexión sobre la condición, el carácter o la naturaleza de los perdedores y fracasados por antonomasia, y la de Tralala hizo historia como catarsis-apoteosis-paroxismo etílico-sexual-tumultuario.

Las golpizas parecen reales, sobre todo la primera, y hasta donde percibo, algunas lo son.

Curiosamente, aunque los actores son gringos, la producción de la cinta es alemana, como su director Uli Edel, y quizá de ahí su ninguneo por la dizque academia de Joligud en la entrega del Óscar.

Si algo resulta difícil en este caso es señalar errores o defectos; los hay, pero son insignificantes: Hace 30 años, por ejemplo, Stephen Lang tenía mucho en común con Jean-Claude Van Damme, sobre todo la debilidad actoral, pero aquí logra, por lo menos, la caracterización antipática de un personaje patético.

El homosexual enamorado del líder pandillero, además de caricaturesco, es demasiado trágico; hay una ligera desproporción allí… nada grave.

Algunos anuncios publicitarios están muy viejos; de hecho, son antiguos, pero en su época eran nuevos, así que debían verse nuevos en la película; error escenográfico que también cometen Woody Allen en París a medianoche y James Gray en el sueño de Ellis; aquí pasa casi desapercibido entre la miseria del lugar y demás elementos de la atmósfera.

Los vidrios y cristales que se rompen en el cine suelen ser de «caramelo» y, en este caso, las ventanas de los coches y camiones son notoriamente más frágiles que en la vida real y bastante más de lo necesario.

La música de Mark Knopfler regula con acierto la tensión en las secuencias de acción, pero en las escenas melodramáticas tiende a ser melosa y repetitiva.

El líder de la pandilla juvenil se parece demasiado a Elvis Presley, que tenía 17 años de edad en 1952, de modo que su parecido es una pequeña incongruencia cronológica, o mucha coincidencia.

En fin. Estos señalamientos sirven más bien para alardear de conocimiento y percepción.

La película es un peliculón.

Mis favoritos

Los cien mejores actores del mundo

Como siempre, se trata de mis propios gustos y criterios, mis preferencias en todo caso, independientemente de los consensos, los dogmas dictados por supuestos expertos y, desde luego, los premios. Omito a muchos actores extraordinarios y geniales, porque cien es un número insuficiente. Habría que hacer una relación alternativa de grandes actores y, aparte, una selección de las mejores actuaciones masculinas en la historia del cine.

Acerca del orden, Charlton Heston es mi principal favorito desde que yo era niño y por eso comienzo con los que se aproximan tanto en calidad como en época de una misma industria: el cine occidental cuya meca o capital es Hollywood; en este sentido, son los primeros treinta nombres de la lista. Aunque ancianos, Michael Caine y Ian McKellen siguen actuando, así que podrían estar más abajo, en el grupo que encabeza Tommy Lee Jones, pero están allí por ser octogenarios y para redondear el número. Kirk Douglas y Sean Connery viven todavía, pero están retirados. Los demás de ese primer grupo han muerto.

Los siguientes diez, encabezados por Christian Bale, son los más actuales, incluido Philip Seymour Hoffman, que murió recientemente y relativamente joven, a los 47 años (es una rara excepción, como lo sería también Heath Ledger si lo hubiera incluido). Los siguientes trece son veteranos del siglo pasado, pero también actuales; Gary Oldman se les aproxima en edad y calidad. En seguida, como es evidente, agrupo a diez monstruos del cine mudo, que también protagonizaron películas habladas en su primera época. Los seleccionados más abajo siguen un orden cronológico y representan, a partir de James Stewart, la transición del cine en blanco y negro al cine a colores. Los últimos cinco de este grupo también podrían estar en el primero, salvo acaso Dirk Bogarde, que es inglés, pero sus mejores y más trascendentales actuaciones las tuvo en producciones franco-italianas o italianas. De ahí que sigan los de nacionalidades alternas con la hegemonía gringa-inglesa en la producción mundial. Al japonés Toshirô Mifune (actor fetiche del maestro Kurosawa), siguen los cinco pilares de la comedia italiana y Lino Ventura, que actuó tanto en cine italiano y francés como en el de Hollywood; luego cinco franceses imprescindibles, el sueco Max von Sydow (actor fetiche del maestro Bergman), los alemanes Kinski (actor fetiche del maestro Herzog) y Ganz, tres chinos que alternan cine de su país en la actualidad con el de Hollywood, o la participación de Hollywood en el cine oriental. Cierra este apartado el argentino Ricardo Darín. Y concluyo el listado con seis mexicanos de la época dorada.

Como he dicho, hace falta una relación complementaria, que haga justicia, entre otros, a los actores mexicanos y españoles que se aproximan o alcanzan cumbres similares a las de sus antecesores, así como a la constelación de estrellas árabes que los occidentales solemos ignorar. Ustedes dirán…

1. Charlton Heston
2. Marlon Brando
3. Paul Newman
4. Kirk Douglas
5. Sidney Poitier
6. Anthony Quinn
7. Sean Connery
8. Gene Hackman
9. Richard Burton
10. Steve McQueen

11. Charles Bronson
12. Richard Harris
13. Jack Lemmon
14. Robert Redford
15. Gregory Peck
16. George C. Scott
17. Peter Sellers
18. David Niven
19. Roy Scheider
20. John Hurt

21. Peter O’Toole
22. Omar Sharif
23. Burt Lancaster
24. Dustin Hoffman
25. Frank Sinatra
26. James Dean
27. John Cazale
28. Alec Guinness
29. Michael Caine
30. Ian McKellen

Anthony Quinn

31. Christian Bale
32. Leonardo DiCaprio
33. Joaquin Phoenix
34. Benicio del Toro
35. Philip Seymour Hoffman
36. Michael Fassbender
37. Viggo Mortensen
38. Gary Oldman
39. Javier Bardem
40. Denzel Washington

41. Tommy Lee Jones
42. Morgan Freeman
43. Robert De Niro
44. Al Pacino
45. Christopher Walken
46. Michael Douglas
47. Jeremy Irons
48. Geoffrey Rush
49. Martin Sheen
50. Daniel Day-Lewis
51. Anthony Hopkins
52. Jack Nicholson
53. Armand Assante

54. Werner Krauss
55. Peter Lorre
56. Lon Chaney
57. Charles Laughton
58. Boris Karloff
59. Bela Lugosi
60. Charles Chaplin
61. Buster Keaton
62. Stan Laurel
63. Oliver Hardy

64. James Cagney
65. Edward G. Robinson
66. Humphrey Bogart
67. Laurence Olivier
68. Clark Gable
69. Cary Grant
70. Henry Fonda
71. James Stewart
72. Ray Milland
73. Glenn Ford
74. Robert Mitchum
75. Dirk Bogarde

76. Toshirô Mifune
77. Marcello Mastroianni
78. Vittorio Gassman
79. Ugo Tognazzi
80. Alberto Sordi
81. Nino Manfredi
82. Lino Ventura
83. Jean Gabin
84. Yves Montand
85. Alain Delon
86. Jean-Paul Belmondo
87. Jean-Louis Trintignant
88. Max von Sydow
89. Klaus Kinski
90. Bruno Ganz
91. Chow Yun-Fat
92. Ken Watanabe
93. Tony Leung
94. Ricardo Darín

95. Arturo de Córdova
96. Pedro Armendáriz
97. Miguel Inclán
98. Fernando Soler
99. Joaquín Pardavé
00. Tin Tan

Apóstata en desgracia

El tono y la atmósfera de Silencio (EUA, 2016), de Martin Scorsese, transmite una sensación similar a la que nos produce la primera parte de Adiós a mi concubina (China, 1993), de Chen Kaige: cuando el mundo es gris, la melancolía de su espectador es meditativa y dulce. Luego suceden grandes analogías entre esta cinta, la más espiritual de Scorsese hasta hoy, y El fugitivo, de John Ford y Emilio Fernández, como si trasladara una misma situación con los mismos personajes desde la guerra cristera en México hasta la persecución de los cristianos por los japoneses en el siglo XVII. No es verdad que la fe mueva montañas, pero su vocación martirológica le permite sobrevivir en la clandestinidad por un tiempo. En Silencio, adaptación de la novela homónima de Shūsaku Endō, no existen las catarsis climáticas de Adiós a mi concubina ni paralelismos argumentales, pero su tono contemplativo de ritmo pausado confiere a la trama una beatitud comparable con la adaptación hipócrita de la novela El poder y la gloria, de Graham Greene, por Ford y «El Indio» Fernández, además de las similitudes en otros aspectos, que hacen del clásico un referente ineludible (en ambas novelas y sus respectivas adaptaciones al cine hay un Judas local, por ejemplo).

Una diferencia sustancial entre El fugitivo y Silencio es el remordimiento de los persecutores mexicanos, algo que ni por asomo es convincente, mientras que los verdugos japoneses parecen más bien orgullosos de la sofisticada técnica y su eficacia cuando se trata de torturas físicas y sicológicas, y confrontan a los mártires con sádica tranquilidad. Los mexicanos pretenden el exterminio de los misioneros (cuya extranjería causa culpa y llanto), mientras que los japoneses refinan su persecución para doblegar el espíritu de los perseguidos y obligarlos a renegar en público de sus creencias, inclusive a colaborar en la detección de infiltraciones católicas a un país oficialmente adorador de Buda y en donde el poder totalitario considera cualquier religión extranjera como una amenaza potencial a su estabilidad política y militar (al final, son igual de fanáticos, incongruentes y contradictorios unos y otros). En el caso de México, los dilemas éticos atormentan a los persecutores; en el caso de Japón, atormentan a los perseguidos.

Silencio completa una trilogía religiosa que, iniciada con La última tentación de Cristo en 1988, pasa por Kundun en 1997 como escala budista entre dos exploraciones en el cristianismo, pasos de una misma búsqueda espiritual, y personalmente me recuerda el célebre apotegma de Gustavo García: «El cine es Dios, y Martin Scorsese, su profeta». Si la primera entrega fue tan provocadora y hasta subversiva como para resultar proscrita por El Vaticano, la tercera se permite suficiente ambivalencia y ambigüedad como para interpretar su desenlace con cinismo y pesimismo, a saber, como la confirmación de la derrota de la fe, pero si el martirologio estoico es derrotado puede salvarlo y redimirlo el autoengaño, esencia de toda religión.

Con una fotografía majestuosa y sutilmente poética del mexicano Rodrigo Prieto, así como un diseño de producción modesto pero impecable y unos diálogos incisivos, me atrevo a vaticinar que la cinta de Scorsese, una de las mejores del año, al menos en Estados Unidos, tardará unos lustros y hasta décadas en ser valorada con la justicia que merece. Por lo pronto, su relato lánguido (que no alcanza la grandeza magistral de Adiós a mi concubina) y su ambigüedad discursiva, sobre todo por el mensaje final, operan en contra. Desde luego es muy superior a su referente clásico, El fugitivo, aunque otro precedente referencial es La misión (Reino Unido, 1986), de Roland Joffé, que tiene grandes méritos, pero se queda corto.

En su trilogía religiosa-espiritual, Scorsese tiene un cambio radical de registro y personalidad: es más profundo; cuando se adentra en el mundo subterráneo de la mafia se despoja de cualquier solemnidad y se divierte de modo relativamente frívolo y superficial que resulta más accesible y comercial, facilitando su digestión a las masas que suelen preferir la acción violenta de balazos y explosiones, la saturación de rock, las actrices con más atributos físicos que talento y la presencia infalible de su actor fetiche en turno o más de uno.

Con el antecedente actoral de la desgarradora Nunca me abandones (Reino Unido, EUA, 2010), de Mark Romanek, entre otros, Andrew Garfield realiza en 2016 sus dos primeros papeles relevantes, que tienen rasgos en común: la negativa del personaje a participar en la violencia, inmerso hasta el tuétano en ella. Por último, llama la atención que Liam Neeson interviene en películas de Scorsese nomás unos minutos (remember el principio de Pandillas de Nueva York).


Mis preferidas

Esta selección de las cien mejores actuaciones femeninas del cine se basa en mi gusto personal y no en consensos de supuestos expertos ni en votaciones de cinéfilos ni en premios; son las interpretaciones actorales que más me convencen, las que me han impactado emocionalmente con más fuerza, por su perfección, su intensidad, su belleza. Hasta el orden tiene un sentido personal: comienzo con mis favoritas y continúo con una, también subjetiva, aproximación a las categorías y los géneros: películas menores pero con actuaciones mayores, clásicos universales y lugares comunes, cine mexicano y español, horror y drama sicológico… En el bloque final están las recomendaciones de los participantes en distintos foros de cine cuando publiqué un avance de esta selección, películas acerca de las cuales investigué y supe que ya las había visto, pero no pasaron la prueba del añejo.

Aunque hay actrices que tienen más de una gran actuación en su carrera, preferí elegir una actuación por actriz, a diferencia de las películas, algunas de las cuales cuentan con dos actuaciones femeninas que destacan: aquí he relacionado tres. Y así como no discrimino películas menores (por un gusto que incluye provocar antipatía de pedantes y puristas), me permito incluir dos largometrajes cuyas mejores estrellas brillan no más de media hora.

Desde luego, me falta mucho por ver y revisar. De las recomendaciones recientes en este rubro, tengo por lo menos diez películas en DVD, así que tal vez haga pequeños cambios en el listado próximamente.

1. Jane Fonda, en They Shoot Horses, Don’t They?
2. Marion Cotillard, en La vida en rosa
3. Rachel Mwanza, en La bruja de la guerra (Rebelde)
4. Charlize Theron, en Monster
5. Naomi Watts, en Mulholland Drive (media hora final)
6. Jodie Foster, en El silencio de los corderos
7. Jennifer Jason Leigh, en Última salida, Brooklyn
8. Elisabeth Shue, en Adiós a Las Vegas
9. Gwyneth Paltrow, en Shakespeare enamorado
10. Zhang Ziyi, en La casa de las dagas voladoras
11. Catherine Deneuve, en Repulsión
12. Jenn Murray, en Dorothy Mills
13. Miranda Richardson, en Spider
14. Emmanuelle Riva, en Amor
15. Lena Olin, en La sangre de Romeo
16. Renee Zellweger, en Chicago
17. Chloë Sevigny, en Los muchachos no lloran
18. Michelle Williams, en Mujer contra mujer (segundo segmento)
19. Irène Jacob, en La doble vida de Verónica
20. Elle Fanning, en Ginger y Rosa
21. Vanessa Redgrave, en Isadora
22. Valérie Kaprisky, en Milena

23. Gena Rowlands, en Gloria
24. Cate Blanchett, en Jazmín azul
25. Rebecca de Mornay, en La mano que mece la cuna
26. Mia Wasikowska, en Stoker
27. Nathalie «Tippi» Hedren, en Marnie
28. Lubna Azabal, en La mujer que cantaba (Incendios)
29. Sumiko Sakamoto, en La balada de Narayama

30. Gloria Swanson, en Sunset Boulevard
31. Bette Davis, en ¿Qué pasó con Baby Jane?
32. Joan Crawford, en ¿Qué pasó con Baby Jane?
33. Anne Baxter, en All About Eve
34. Gene Tierney, en El filo de la navaja
35. Elizabeth Taylor, en ¿Quién teme a Virginia Woolf?
36. Marlene Dietrich, en El ángel azul
37. Maria Falconetti, en La pasión de Juana de Arco
38. Irene Papas, en Electra
39. Ingrid Bergman, en Sonata de otoño
40. Silvana Mangano, en Arroz amargo
41. Sophia Loren, en Dos Mujeres
42. Giulietta Masina, en Las noches de Cabiria
43. Anna Magnani, en Mamma Roma
44. Katy Jurado, en High Noon
45. Eva Marie Saint, en On the Waterfront
46. Lee Remick, en Días de vino y rosas
47. Shirley MacLaine, en El apartamento
48. Vivien Leigh, en Lo que el viento se llevó
49. Hattie McDaniel, en Lo que el viento se llevó
50. Liza Minnelli, en Cabaret
51. Charlotte Rampling, en El portero de noche
52. Meryl Streep, en La decision de Sophie
53. Julie Christie, en Doctor Zhivago

54. Felicity Huffman, en Transamérica
55. Kate Winslet, en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos
56. Audrey Tautou, en Amèlie
57. Diane Keaton, en Annie Hall
58. Whoopi Goldberg, en El color púrpura
59. Holly Hunter, en El Piano
60. Janet McTeer, en Albert Nobbs
61. Judi Dench, en Su majestad, Sra. Brown

62. Francesca Neri, en Las edades de Lulú
63. Carmen Maura, en La comunidad
64. Laia Marull, en Te doy mis ojos
65. Ninón Sevilla, en Aventurera
66. Martha Roth, en Una familia de tantas
67. Stella Inda, en El rebozo de Soledad
68. Tina Romero, en Alucarda

69. Sissy Spacek, en Carrie
70. Piper Laurie, en Carrie
71. Linda Blair, en El exorcista
72. Charlotte Gainsbourg, en Anticristo
73. Isabelle Adjani, en Posesión
74. Ellen Burstyn, en Réquiem por un sueño
75. Isabella Rossellini, en Terciopelo azul
76. Isabelle Huppert, en La pianista
77. Mo’Nique, en Precious
78. Ellen Page, en Niña mala
79. Julianne Moore, en Siempre Alice
80. Gong Li, en Regreso a casa

Tralala Jason Leigh

81. Alicia Vikander, en La chica danesa
82. Reese Witherspoon, en Alma salvaje
83. Adèle Exarchopoulos, en La vida de Adèle
84. Léa Seydoux, en La vida de Adèle
85. Rooney Mara, en Carol
86. Brie Larson, en La habitación
87. Juliette Binoche, en Damage
88. Hilary Swank, en Million Dollar Baby
89. Jessica Lange, en Frances
90. Louise Fletcher, en Alguien voló sobre el nido del cuco
91. Susan Sarandon, en Pena de muerte
92. Halle Berry, en Monster’s Ball
93. Helen Mirren, en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante
94. Diane Lane, en Bajo el sol de la Toscana

95. Kathy Bates, en Misery
96. Emma Thompson, en Lo que queda del día
97. Debra Winger, en Tierras de penumbra
98. Glenn Close, en Dangerous Liaisons
99. Maria Schneider, en La Dérobade
100. Faye Dunaway, en Network

El odioso Tarantino

Los odiosos ocho (Estados Unidos, 2015), de Quentin Tarantino, tiene algunas cosas buenas: la banda sonora con personalidad y méritos propios, a cargo del gran Morricone; la fotografía con instantes exquisitos y postales majestuosas, de Richardson… Pero, en general, me parece un western odioso, con diálogos redundantes, reiterativos y repetitivos hasta la exasperación, con tal de ser muy largos y seducir a quienes aplaudieron en su momento los insulsos intercambios verbales de Pulp Fiction, unos personajes burdos que hacen caricaturas de sí mismos hasta resultar literalmente insoportables, sobre todo el supuesto verdugo (tan amanerado que, en efecto, parece inglés) y el supuesto alguacil que todavía no asume el cargo y parece haber salido de una serie infantil de dibujos animados o por lo menos ser la voz de alguno de sus personajes (Dios nos libre de Tim Roth y Walton Goggins: el mundo sería menos detestable sin ellos).

La primera hora es una presentación de los personajes, al cabo de la cual uno se pregunta si la intención de la película es humorística, si es acaso una comedia negra como secuela degradativa de la Guerra de Secesión; entonces comienza una versión gringa de La tempestad, de Shakespeare, que progresivamente se transforma en Agatha Christie, como una vuelta de tuerca desde la perspectiva de los dos personajes principales, que son cazarrecompensas.

Del refrito del cine hongkonés al refrito de la literatura clásica, Tarantino se supera. Aquí vemos a todos sus actores fetiches y confirmamos que tiene serios problemas para incluir mujeres en sus relatos descriptivos de un mundo exclusivamente masculino, como el que suele concebir. Aquí vemos también una violación homosexual, como en Pulp Fiction, que precede a la violencia gore, tan característica del autor; al visceral director y escritor de guiones infames le fascina que las cabezas y vísceras de la gente estallen como sandías con balas expansivas.

odioso

La premisa es que un cazarrecompensas entregará con vida a su prisionera. La razón, en teoría, es un balbuceo ético (ningún tipo rudo saldría con semejante patraña y se ahorraría las molestias y complicaciones, dificultades y pérdidas de tiempo, con un balazo en la cabeza), pero en los hechos es un pretexto para que alguien irrumpa en el ameno encuentro de hombres cultos y trate de rescatar, a sangre y fuego, a la prisionera (mi querida Jennifer Jason Leigh en la interpretación más antipática de su carrera… por eso fue nominada como actriz de reparto al desacreditado Óscar, una vez que la dizque academia de Joligud ninguneó su extraordinario desempeño en Última salida, Brooklyn, de Hubert Selby Jr.).

Samuel L. Jackson y Kurt Russell hacen bastante bien sus papeles, a pesar de los pesares; también Bruce Dern, aunque nunca se levanta del sillón. Por ahí vemos a Demián Bichir en un papel autodenigrante (Tarantino reivindica hipócritamente a los negros, pero repele a los mexicanos y demás inmigrantes latinos, y su guión en este caso comete el error de atribuir un racismo antimexicano a cierta mujer que, minutos después, es anfitriona de una banda de forajidos, entre los cuales hay un mexicano).

Cuando acaba el tercer capítulo no comienza el cuarto, sino la segunda parte del tercer capítulo, que también acaba, pero no comienza el cuarto capítulo, sino la tercera parte del tercero, que acaba por fin y entonces empieza el cuarto capítulo. ¡Uf!

Salvo los guiños, la mayoría de los indicios resultan infantiles para un lector de Agatha Christie y Arthur Conan Doyle (como lo fui en la primera juventud).

El giro pretendidamente sorpresivo no es menos burdo que los personajes, pues sucede a dos horas de vulgaridad por un lado y aburrimiento por el otro.

Yo, como el entrañable y extrañado Gustavo García, paso de Tarantino.


Dorothy Mills y los muertos que resucitan en ella

Dorothy Mills (Irlanda, 2008), de Agnès Merlet, es una película infravalorada, sumamente oscura y siniestra, sombría y necrófila, un thriller sicológico que trasciende sutilmente al horror sobrenatural, de modo que transmite una sensación de anormalidad, más por el miedo irracional de la comunidad y la patología de la protagonista que por sus poderes síquicos en la vuelta de tuerca.

Jenn Murray encarna uno de los personajes más complejos en la historia del cine y lo hace tan convincentemente que, a ratos, parece que fueran distintas actrices, pues Dorothy contiene múltiples personalidades; la necrofilia de su desdoblamiento es un giro interesante que desvela el misterio de una historia oculta en la atmósfera viciada y hostil de gente que se refugia en la religión católica, cerrando las puertas de sus casas y de sus mentes a la ciencia, como en otras cintas de aldeas unidas por la culpa y la complicidad, que siguen la tradición de El nombre de la rosa (en la genial O Apóstolo, de Fernando Cortizo, por ejemplo, los habitantes de una aldea con reminiscencias medievales asesinan a los visitantes). Por tratarse de una isla irlandesa, este ambiente resulta bastante perturbador, aunque algunos hechos (el asesinato de animales en masa, por ejemplo) no tienen explicación y son mostrados nomás para enrarecer todo…

Tanto el guión como la puesta en escena serían perfectos si no fuera por dos o tres puntos débiles: la holandesa Carice van Houten, a quien habíamos visto dos años antes en El libro negro, de Paul Verhoeven, aquí es una belleza más discreta, pero su capacidad histriónica no aumenta gran cosa; aun así, es aceptable, pero debía ser más que eso (menos plana o algo más expresiva que un perro San Huberto), junto a la gran revelación de quince años que parece adolescente albina y no ha vuelto a sorprendernos (ahora hace papeles menores en películas tan mediocres como Brooklyn, de John Crowley, quizá porque no es bonita y el cine de todo el mundo asume como propia la superficialidad de Joligud).

Otro defecto, inexplicable por ser una película irlandesa y no gringa, es que el dictamen sobre la salud mental del personaje (a quien acusan del intento de asesinar una bebé a quien cuidaba) depende de una siquiatra y no de una sicóloga, que todo el tiempo se comporta como sicóloga, no como siquiatra, ignorancia que también parece haber extendido Joligud a todo el mundo como una epidemia.

Por último, lo peor de la película es el final, que deja una sensación engañosa de que toda la película está mal hecha. Pero viéndola más de una vez, uno valora que se trata de una extraña y oscura obra maestra. Lo demás es fascinante y, a diferencia de su valoración en los principales portales de internet que sirven para tales efectos (6.1 en IMDb, 46% en Rotten Tomatoes, 5.3 en FilmAffinity), yo le doy un 7.5, por lo menos.

Si la comparamos con Sybil (Estados Unidos, 1976), de Daniel Petrie, basada en el caso verídico de una niña con trece personalidades distintas, Sally Field protagoniza un personaje «tierno», edulcorado para la televisión, mientras que Dorothy Mills es inquietante por el sórdido contraste de los seres que encarna, como poseída por ángeles y demonios… y hasta Carice van Houten es preferible a Joanne Woodward en el papel de «siquiatra».


 

Puente de los espías

Revanchismo tardío, anticomunismo trasnochado

Versión tramposa y deshonesta de un hecho histórico, demasiado conocido para engañar a alguien que no sea demasiado ignorante: En el famoso episodio del U2, avión espía de los Estados Unidos que fue derribado en 1960 cuando sobrevolaba la URSS tomando fotografías, Jrushchov jugó sus cartas con sorprendente habilidad, al denunciar el espionaje gringo sin mencionar la captura del piloto aviador, que estaba entero, intacto… sus instrucciones eran destruir el avión y suicidarse en caso de ser abatido, pero resultó un vil cobarde, y la película trata de reivindicarlo inventando circunstancias engañapendejos que serían tolerables si se tratara de James Bond, más no en una supuesta versión seria del episodio más vergonzoso para los gringos en la Guerra Fría.

Una de las secuencias más ofensivas alterna escenas de interrogatorios con torturas al espía gringo por los soviéticos, y el trato respetuoso y humano al espía soviético por los gringos, sin interrogatorios ni mucho menos torturas. ¿Cómo crees, si hasta defensor legal de bufete privado le asignaron y, por cierto, de eso trata la película?

Así todo por el estilo: En el lado oeste de Alemania reina la concordia; en el lado este, la hostilidad. Las escenas de gente que intenta saltar el muro y es asesinada por la espalda con metralla desde las atalayas, me parecen execrables, porque además son vistas desde un vagón del metro y, una vez que pasan, rematan con la peor toma de la película y la carrera del cinemagnate judío, como si la dirección de cámaras estuviera en manos de un principiante. No faltará quien admire, por ejemplo, los sesgos del guión al poner en boca de un diplomático alemán: «Todas estas ruinas se las debemos a la Unión Soviética».

Tedioso bodrio de ritmo soporífero, típico de Spielberg cuando se pone «artístico» en pos del Óscar, que debía recibirlo por su innecesaria labor propagandística de exacerbación gringófila, y de ahí que lo ganara un actor de reparto por un trabajo intrascendente y grisáceo, que ni siquiera se compara con la impactante actuación de Benicio del Toro en Sicario, por mencionar también aquí la omisión más injusta.

Ostentación de recursos materiales, más dinero que talento, como siempre, sello de Spielberg que, al hacer dupla con Hanks, resulta insoportable.

La participación de los hermanos Coen en uno de los guiones más repulsivos del milenio es, por lo menos, decepcionante.


 

Revenant: El vengativo

RevenantThe Revenant (El renacido), de Alejando González Iñárritu y Emmanuel Luvezki, no trata sobre la relación del hombre con la naturaleza, como dijo Leonardo DiCaprio al recibir su primer Óscar, ni acerca de la sobrevivencia humana y el sufrimiento personal en un mundo salvaje, sino que usa dichos temas como contexto en una historia de venganzas: cuatro personajes se proponen cobrar venganza y hacen de su propósito el principal estímulo para vencer la adversidad y sobrevivir: un jefe indio quiere vengar el robo de su hija por unos blancos; otro indio quiere vengar el asesinato de su esposa por una tribu enemiga; una india es violada y, más adelante, vemos que se lava las manos sucias de sangre por haber castrado a su violador. Al final, una frase cliché hace dudar al protagonista de la venganza medular.

Desde el principio, las escenas oníricas parecen causa y efecto del rencor: una masacre de indios deja huérfano al niño que adoptará el trampero blanco Hugh Glass (DiCaprio), quien lo salva de la muerte a manos de un oficial que primero asesina a la madre del niño, según interpreto una secuencia confusa; la voz de la mujer reflexiona en la mente del protagonista con metáforas en lengua nativa sobre la sobrevivencia.

La historia verídica de Glass inspiró una novela de Michael Punke y la novela inspiró una película: Man in the Wilderness (Estados Unidos, 1971), de Richard C. Sarafian, con Richard Harris y John Huston. En 1820, un barco sobre ruedas hace una travesía por tierra firme, y la expedición es guiada por un trampero al que ataca un oso y lo deja para el arrastre; asediados por los indios, sus compañeros lo abandonan a su suerte. El trampero sobrevive, recurriendo a su lado más salvaje, y sigue a la expedición para vengarse. En su adaptación de la novela, para darle sabor al caldo de la venganza, el guión de González Iñárritu y Mark L. Smith agrega el hijo putativo y una posible esposa de Glass, también india (elementos que no existen en la historia original ni en la novela ni en película homónima), y elimina el barco sobre ruedas, que hace de la historia algo extraordinario.

A final de cuentas, este guión es el más pobre de las seis películas que ha dirigido González Iñárritu: el primero es un hito a pesar de que su referente inicial parece ser el guión de Pulp Fiction, de Quentin Tarantino; el segundo aumenta al máximo la complejidad de la estructura narrativa y resulta una obra maestra; el tercero es una mamada cosmopolita para impresionar a los gringos, cosa que funcionó; el cuarto es intrascendente, pasa sin pena ni gloria; el quinto alcanza un nivel más alto que todo lo anterior y, desde luego, es otra obra maestra; el sexto (para la primera película que no es proyecto de González Iñárritu, una vez asimilado al money-system de Joligud) parece traicionar una tradición, la búsqueda de originalidad y la disposición a correr grandes riesgos en aras de crear algo nuevo en todos los sentidos, incluida la calidad sin precedentes.

RevenantObservaciones específicas

Las escenas de una sola toma o que aparentan ser una sola toma (sobre todo, la secuencia inicial del ataque indio), como en Birdman, son opresivas o crean una atmósfera opresiva.

Abundan errores como la tardanza del protagonista en apuntar al oso, que prefiere las mordidas a los zarpazos, el hecho de que John Fitzgerald (Tom Hardy) mate al hijo y deje vivo al papá, el hecho de que diga «dispárale», en vez de «mátalo» (asfixiado o acuchillado para que no nos escuchen los «rojos», que acabo de matar a uno por gritar), el hecho de que DiCaprio actúe con tanta debilidad cuando lo entierran que la post-producción agregó su propia voz quejumbrosa, el hecho de que, minutos después, se levante del hoyo sin beber agua y tampoco sea convincente cuando se arrastra.

El equipo con el que Glass quema pólvora en su cuello es envidiable; ¡hasta combustible tenía para avivar el fuego!

¿Y por qué asesinan al indio amigo y no al protagonista? ¿Estaban muy lejos? Quizás alguien más perceptivo que yo (no defensores a ultranza, por favor) me saque de esa duda, y responda también a mis primeras preguntas: ¿Asesinan un caballo en la secuencia inicial? ¿No hay racismo en el tratamiento de la presencia india?

La pelea final es horrible, ambos actores son torpes y lentos, sobre todo Leo (sus defensores me dirán que está herido y sobrearropado por el frío, pero volvemos entonces al ataque del oso).

A las dos horas de metraje, uno ya está bastante cansado.

Por decir algo a favor, me gustan las escenas oníricas, pero hacia el final pierden creatividad y se reducen a ecos. Si acaso hay contenido, entre tanto envoltorio, está en esas escenas durante las primeras dos horas; la media hora final cae en el tedio…

Pocas películas han logrado profundidad cuando se trata de venganza. The Crow, de Alex Proyas, por ejemplo, también tiene más forma que contenido; si le quitamos el envoltorio de oscuridad necrófila y horror gótico, el papel del cuervo y los caireles poéticos, queda una historia tan simple y superficial como El vengador anónimo. Una venganza interesante, en términos históricos y cinematográficos, es la de Gong Er (Ziyi Zhang) en El gran maestro, de Wong Kar-wai. El renacido, en cambio, es un paupérrimo pretexto para dos horas y media de fotografía majestuosa y apabullante.