Carlos Monsiváis y Gustavo García coinciden en considerar esta película como la mejor del cine mexicano, coincidencia con más peso que la película misma en cuanto a referencia de autoridad. Yo discrepo respetuosamente y más adelante diré por qué, pero comienzo con eso para dar una idea de la importancia del tema.
Rodada en 1935 y estrenada en diciembre de 1936, ¡Vámonos con Pancho Villa! es la tercera entrega de una trilogía dirigida por Fernando de Fuentes sobre la Revolución Mexicana y cuyas primeras partes son: El prisionero trece (1933) y El compadre Mendoza (1934).
¡Vámonos con Pancho Villa! es una crítica dura y cruda tanto a la Revolución Mexicana en general como al caudillismo en particular, una crítica en forma de retrato realista, también a la naturaleza del mexicano como producto del atraso en todos los aspectos del desarrollo humano a principios del siglo XX (naturaleza que, por lo demás y dicho sea entre paréntesis, no ha cambiado mucho en las zonas más atrasadas del país, no sólo zonas geográficas, sino también del pensamiento).
Nadie puede negar su importancia en ese sentido, pero la película está lejos de ser perfecta y sus defectos no son menos importantes. Los años del rodaje y del estreno son anteriores a la Época de Oro del cine mexicano, hay que tener en cuenta. De ahí que las actuaciones en general sean desmesuradas, pues se trata del cine hablado en sus orígenes, el más primario, cuando legaba el lastre del entonces reciente cine mudo, que solía compensar el silencio interpretativo con exageraciones histriónicas, y aquí la exageración es un recurso de la debilidad.
Los momentos de humor o pretendida comicidad me parecen burdos y torpes, como para separar a los brutos de la brutalidad, lo cual no sucede con la secuencia de los trece soldados que, alrededor de una mesa en la cantina, deciden que muera de un balazo aleatorio uno de ellos para reducir la mala suerte. Esa noción brutal del sacrificio explica los dos finales.
Domingo Soler en el papel de Francisco Villa me parece mediocre, por no decir desafortunado, pues la personalidad del actor era más bien propicia para personajes beatos, moralistas y puritanos, o sea, exactamente lo contrario, de modo que su personificación en este caso resultó poco o nada representativa de la virilidad característica del caudillo. El Villa de Soler es un personaje áspero, no viril. Y el actor más adelante será encasillado en el otro tipo de papeles, dado su registro no muy amplio que digamos. Desde luego, no hay nada peor en el mundo que un Villa con el acento chiapaneco del antizapatista Eraclio Zepeda, que obviamente no es lo que sufrimos aquí.
Por fortuna, Pancho Villa tampoco es el protagonista en esta cinta, que narra en todo caso la incorporación de Los Leones de San Pablo, un grupo ficticio de amigos entusiastas y valientes (digamos “entrones”) a las filas villistas y después a la élite y guardia personal del Centauro del Norte, conocida como Los Dorados de Villa. La cinta narra también el desencanto del grupo con la Revolución.
Spoiler Alert!
El final más conocido es de una belleza desoladora: De Los Leones de San Pablo quedan dos sobrevivientes y uno de ellos, el más joven, está enfermo de viruela, epidemia que ataca en vísperas de la toma de Zacatecas al ejército revolucionario. Tiburcio Maya (interpretado por Antonio R. Frausto) es el de mayor edad y recibe la orden de quemar a su compañero y todas sus pertenencias, que descansan en un vagón de tren. Tiburcio protesta, pero acaba por acatar la orden; asesina de un balazo al joven y lo quema; se presenta Villa y le dice que la guerra terminó para él, que regrese a su pueblo. Un Villa temeroso de ser contagiado grita, dando un paso atrás, y el último de Los Leones de San Pablo se aleja desmoralizado, caminando en la oscuridad de la noche junto a las vías del tren. Es un final trágico y triste, pero bello y redondo.
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El retraso de un año en el estreno de esta cinta permitió que De Fuentes dirigiera y estrenara antes Allá en el rancho grande, que eclipsó a la llamada Trilogía de la Revolución y sentó las bases del éxito de la comedia ranchera, un género preferido por el público mexicano.
Luego de su estreno, ¡Vámonos con Pancho Villa! duró una semana en cartelera y fue enlatada sin trámite de continuidad hasta principios de los años sesenta, cuando volvió a proyectarse, ahora en cineclubes, pero luego pasó al olvido una vez más.
En 1982, o sea, dos décadas después, la televisión universitaria presentó un final sumamente deteriorado que, durante casi medio siglo, había dormido también dentro de una lata. En ese final vemos a Tiburcio Maya más viejo en casa con su esposa y dos hijos, niño y niña. Un día pasa el general Villa con sus mermadas huestes por el pueblo ficticio de San Pablo y le pide a Tiburcio reincorporarse a la tropa, pero el antiguo león dorado le responde que ahora tiene familia y debe quedarse a cuidarla. Villa entonces asesina a la esposa y a la hija, y le dice a Tiburcio que ya no tiene razón para quedarse y puede irse con él. Tiburcio monta en cólera, arrebata un fusil, encañona a Villa y es asesinado por la espalda. Villa reprende al lugarteniente que disparó y acuerda con el huérfano de Tiburcio que se vaya con él para ser soldado de la División del Norte.
Aunque fiel a la novela homónima de Rafael F. Muñoz, publicada en 1931 y en la que Villa tiene más protagonismo que en la película, este final deja un pésimo sabor de boca por razones obvias y por la “actuación” y el comportamiento inverosímil del niño que, de hecho, es un antiactor.
El guion escrito por el director en colaboración con el poeta Xavier Villaurrutia plantea una violencia tan descarnada como compleja, y la puesta en escena del final original resultó más que chocante. Se dice que, habiendo impulsado la modernización de la industria cinematográfica de México, además de financiar generosamente la película y apoyarla inclusive con participación militar, el gobierno cardenista supervisó la realización y optó por censurar el final que hacía del protagonista un mártir y del caudillo un villano, atribuyéndole una degradación traducida en actos de barbarie y arbitrariedad, con tratos inhumanos a sus propias huestes.
Carlos Monsiváis coincide con Gustavo García, pero no con Emilio García Riera en preferir el final más conocido, por no decir oficial, al final “alterno”, tanto el contenido como la forma, o sea, ética y estética. Monsiváis considera que el final conocido “es de una gran belleza cinematográfica”, pero prefiere el original “porque así fue concebida la película”. Yo que soy quien escribe me quedo con ambos finales.
¡Vámonos con Pancho Villa! (película completa)
¡Vámonos con Pancho Villa! (final alterno)
El Compadre Mendoza (película completa)
El Prisionero 13 (película completa)